El medio ambiente no le importa a nadie

El medio ambiente no le importa a nadie

Fecha de Publicación: 15/03/2008
Fuente: Página/12
Provincia/Región: Nacional


En estos días, Buenos Aires es sede de una reunión mundial sobre Cambio Climático, un tema en el que la humanidad sabe que se corre un serio peligro lindante con el suicidio (las consecuencias del calentamiento global son crueles e inevitables), pero no consigue soluciones.
De esa paradoja trata esta nota, en la que Sergio Federovisky, biólogo y especialista en cuestiones ambientales, elabora una hipótesis polémica de por qué en el medio ambiente sólo hay problemas y nunca soluciones.
“El 75 por ciento de la superficie argentina sufre algún tipo de erosión. La cuarta parte de nuestro territorio está considerada como desierto o sufre la amenaza de serlo en no mucho tiempo más. Unas 160 mil hectáreas se pierden anualmente a causa de la erosión hídrica y unas 560 mil por erosión eólica, al haberse destruido las barreras naturales que las protegían y al avanzar sin prácticas controladas la agricultura y la ganadería. Sólo en 1980 fueron desmontadas 1.202.000 hectáreas de las que se replantaron apenas 78 mil. Ese mismo año fueron taladas 47.102.000 hectáreas de bosques, habiéndose ocupado sólo 4.713.000 con nuevas plantaciones. Durante las inundaciones de 1982/83, 4.200.000 hectáreas estuvieron más de cinco meses bajo el agua, perdiéndose casi irreversiblemente su capa de humus; lo mismo ocurre hoy en la provincia de Buenos Aires, en las márgenes de la cuenca del Salado. Las dos cuencas hídricas que circundan la Capital Federal (Matanza-Riachuelo y Reconquista) están biológicamente muertas. La costa del Río de la Plata, que abastece de agua a más de 5 millones de personas, está inutilizada por una contaminación que podría revertirse. Cerca de cien especies de animales y vegetales valiosísimas están extinguidas o a punto de estarlo, incrementando la erosión genética. El objetivo no es hacer un inventario de tragedias sino sólo hacer una reseña de los más graves problemas ecológicos de la Argentina y analizar qué papel juega objetivamente la ecología para resolverlos o aportar a su solución.”
La cita anterior fue copiada de una nota que escribí en la extinta –y recordada– revista El Periodista de Buenos Aires en enero de 1987: va a cumplir la mayoría de edad. Todos y cada uno de los ejemplos y datos citados sólo pueden verse empeorados si se los compara con los actuales. Sería aburrido hilvanar aquí los datos actuales, aunque el ejercicio teórico es útil: basta con agregar de un tanto por ciento de agravamiento en cada caso (mayor cantidad de hectáreas taladas, mayor porcentaje de tierras áridas, o peor situación de los ríos urbanos) y se llega a una descripción bastante exacta de la situación actual del medio ambiente en la Argentina.
Al releer aquella cita y comparar con la situación actual me retumbó una idea que hace años me horada el pensamiento positivo: el medio ambiente no le importa a nadie. Voy a explicarlo.
Como toda hipótesis, tiene diversas aristas –o sub-hipótesis– que hacen a su demostración:

El conocimiento es condicion necesaria pero no suficiente para resolver los problemas ambientales
Resulta paradojal que tras una década y media de la más torrencial avalancha de novedades tecnológicas, todo esté peor. Epistemológicamente,la medicina, por ejemplo, funciona por aproximaciones sucesivas del conocimiento; en cambio, la tecnología moderna no alcanza para impedir que un río se contamine aun cuando existan las herramientas y recursos como para lograrlo. Todos y cada uno de los problemas ambientales modernos y tradicionales –desde el tráfico de fauna hasta la contaminación del aire– tienen solución técnica; no padecen el cuello de botella del conocimiento.
Sin caer en un reduccionismo ideológico sino sólo para establecer la complejidad del dilema, hay solamente un rubro de la sociedad, además del medio ambiente, en donde los registros estadísticos siempre muestran valores empeorados y donde la solución no depende de la tecnología o el conocimiento: la pobreza.

La ecologia en tanto ciencia se divorcio de la busqueda de solucion de los problemas ambientales
El nacimiento formal de la ecología como ciencia se debe a Ernst Haeckel, que en 1869 introdujo el término Oeckologie (del griego oikos, casa) para definir el estudio de la relación de los organismos con el ambiente en que viven y la manera en que lo transforman o se apropian de él. Pero ya Malthus, Humboldt, Hegel, Marx y Engels, entre otros muchos, habían abordado la cuestión del controvertido vínculo entre el hombre y su entorno. El más agudo de esos aspectos, en tiempos de la consolidación del capitalismo, era la respuesta a adoptar frente al crecimiento de la población y la presión que provocaba sobre los recursos naturales. Malthus decía que la forma de enfrentar las seguras futuras hambrunas por carencia de recursos naturales era evitar que nuevas personas se sentaran al “banquete de la naturaleza”. Un siglo después, la Fundación Bariloche, a través de un modelo con base matemática, lo refutó sosteniendo algo obvio aunque ideológicamente más osado: el problema –todavía y por mucho tiempo– es de distribución de los recursos y no de cuántas sillas hay arrimadas a la mesa.
Pero, respecto de problemas a simple vista más domésticos, la ecología en tanto ciencia no avanzó en la búsqueda de respuestas. La ingeniería explica una planta potabilizadora, la hidráulica aporta su caño para evitar una inundación, pero la ecología no da respuestas, describe. Puede que ocurran dos cosas simultáneas: que los problemas domésticos no lo sean tanto y en cambio funcionen como síntomas de una situación estructural (como en el ejemplo de Malthus), y que quizá –o por eso mismo– no sea allí, en la ecología actual, donde hay que formular las preguntas.
Marx decía que después de Hegel la filosofía debía dejar de interpretar el mundo y empezar a transformarlo. Parafraseando a Marx, la ecología –donde ha prevalecido el peso de quienes destacan su “naturaleza natural”– debe pasar de describir el vínculo entre factores bióticos y abióticos, y meter las manos en el lodo para transformar la relación anómala de la sociedad y la naturaleza. Relación que se desvela (se corre el velo) leyendo Las venas abiertas de América latina: “La fiebre del azúcar dejó crónicamente enfermo de aridez al nordeste brasileño; el caucho fue el hijo mal nacido del Mato Grosso que le hizo perder durante siglos un millón de metros cúbicos de selva diariamente; el café convirtió en toboganes las laderas colombianas; el cacao violó los bosques venezolanos”.
Contrariamente al reclamo de transformar la realidad, la ecología como ciencia agudizó su bifurcación hacia dos ramas preponderantes. Por un lado, la más elemental que formula un estudio cuasi naturalista del vínculo entre los organismo y su entorno. Una suerte de rama básica de la ciencia que da sostén al entendimiento de muchos funcionamientos –aun los anómalos–, pero no persigue el hallazgo de soluciones.
Una segunda rama de la ecología –más apropiadamente habría que denominarla “ambientalismo”, aunque sin una necesaria connotaciónmilitante– se perfiló hacia el diagnóstico y la denuncia de los problemas ambientales. En rigor de verdad, no se trata de una rama de la ciencia sino del ejercicio profesional que han hecho muchos de los que se formaron en ella. Su mayor aporte fueron las ONG, que oscilan entre la acción antiestatal y la conformación de grupos de investigación de controvertido rigor académico. Organizaciones en las que paradójicamente su propósito se convirtió en el mayor escollo. El combate de los problemas ambientales no puede perseguir la solución final de los mismos, pues ese momento indicaría la ausencia de sentido del ambientalismo. En cambio, persigue la denuncia de los problemas y la conformación de una conciencia respecto de la existencia de una anomalía vinculada a la gestión (estatal o empresaria) o a la condición ético-económica de un negocio.

Nadie se ocupa porque los problemas ambientales no existen en tanto problemas
Sabemos sólo mirando televisión que en la cuestión ambiental, como con la pobreza, se observa un inmenso grado de preocupación y ocupación, pero un escaso margen de éxito. Todos se preocupan, pero nadie se ocupa. El mejor ejemplo es la burocracia internacional: mientras la que, por caso, se ocupa de los derechos humanos consigue cada tanto que algún tirano vaya preso, la que se ocupa del medio ambiente casi no puede mostrar ningún logro más que la reproducción de esa misma burocracia para seguir tratando esos mismos problemas eternos.
James Petras describía hace ya un tiempo la existencia de una burocracia internacional inoperante que hace del medio ambiente su tema, su honestidad básica, su forma de vida, y elabora incluso una doctrina que la sostiene como medio de producción –y reproducción– para esa casta o clase.
Suena trágico. La burocracia internacional se reunió en 1992 en Río de Janeiro para elaborar un listado de tareas concretas sobre problemas ambientales a resolver, inventariados en el libro Nuestro futuro común. Debe haberse tratado de un futuro imperfecto o muy lejano, pues una década más tarde se volvieron a ver en Johannesburgo para celebrar el décimo aniversario de lo que no se cumplió y recitar nuevamente los mismos problemas, pero agravados.
Quizás esto nos conduzca a una raíz del dilema: ¿existe el problema ambiental como tal? Marx decía que la humanidad sólo se plantea los problemas que puede resolver. En un silogismo casero, podría decirse que si el medio ambiente es un problema que no se puede resolver, entonces no está planteado como problema. Efectivamente, tal como ocurre con la pobreza (una vez más), aparece planteado como tragedia, como drama, como horizonte apocalíptico. Un problema, en cambio, es algo más concreto, algo cuya solución real puede esbozarse, proyectarse.
Frente a esta dimensión, uno sí puede preocuparse (hay una catástrofe en ciernes), pero no puede ocuparse: nadie puede ocuparse de la solución de un problema que, en términos lógicos, no existe; lo que está instalado es la imagen del problema. La costa porteña del Río de la Plata es un buen ejemplo. Todos sabemos que está contaminado. Todos sabemos que eso es un problema. También sabemos –nosotros y los gobiernos– que la solución es tecnológicamente simplísima: dejar de contaminar. Sin embargo, no se resuelve porque el problema no es la contaminación; el problema verdadero es todo lo que impide (política, economía, negocios) descontaminar. La contaminación del Río de la Plata, entonces, ingresa en el inventario con la categoría de situación cristalizada: el río es así, contaminado.

No hay organizacion capaz de lidiar con los problemas ambientales
Ignacio Lewkowicz describió en Pensar sin Estado las dificultades del pensamiento al desaparecer un Estado distribuidor de roles en la sociedad.La inoperancia intrínseca de la burocracia internacional se potencia cuando se trata de resolver el dilema ambiental desde la lógica de las organizaciones.
Menos filosóficamente, aunque con tacto político, Perón decía que cuando uno no quiere resolver un problema debe armar una comisión que se ocupe de él.
La búsqueda de organizaciones que encaren los problemas ambientales ha seguido la lógica de la conformación de instituciones metaestatales. Es decir, parafraseando a Perón, una comisión municipal, por encima una provincial, otra nacional y, si el problema es allende las fronteras, una regional y si es un tema global, una mundial. Una suerte de muñecas rusas de la burocracia.
Nunca, por el contrario, se ha logrado pensar –aunque sea para descartar su pertinencia– en organizaciones ad hoc capaces de intervenir (con todo lo que denota este verbo) en las cuestiones ambientales. Las organizaciones “estatales” no pueden lidiar con la alteración del planeta no por escala sino por la cualidad de los términos. El planeta no es la suma de los Estados; no es estatalmente tratable. Y los problemas ambientales no se expresan con precisión limítrofe. No aparece –y quizá no existe– institución capaz de asumir la complejidad del problema. Porque cuando una instancia de Naciones Unidas dice que los problemas ambientales se mitigarán cuando disminuya la pobreza, lo que hace es enviarle la pelota a otra instancia de Naciones Unidas que tampoco tiene la capacidad más que para enunciar una nueva dificultad.

Los problemas ambientales son problemas de la estructura economica de la sociedad
Es probable que ésa sea una de las verdades más poderosas e inoperantes: en un extraordinario y pequeño libro llamado Ambiente humano e ideología, Tomás Maldonado advertía hace treinta años que “el escándalo de la sociedad termina en el escándalo de la naturaleza”. Sociedad y naturaleza, decía, pertenecen al mismo horizonte problemático y no se pueden llevar por separado dos contabilidades: “Si las cuentas con la sociedad no son exactas, tampoco lo son con la naturaleza”.
Este razonamiento está validado por la historia reciente. La degradación del ambiente es promotora de pobreza y la pobreza es promotora de la degradación ambiental. Y si no hay una política de Estado que proteja los recursos naturales, las “fuerzas del mercado” logran –como ya ocurrió– convertir al mayor quebrachal de América del Sur en lo que hoy es Santiago del Estero: un desierto.
Si vamos por el andarivel ideológico, el problema es que el denominado pensamiento bolchevique también ha fracasado. En primer lugar, porque las políticas ambientales de los ex países socialistas fueron horrendas. Millares de publicaciones soviéticas nos decían que el hecho de que no fuera el lucro sino el bien público lo que motorizaba la explotación de los recursos naturales, garantizaba la sustentabilidad de los mismos. No fue así y sería ingenuo pensar que sólo hubo fallas de aplicabilidad; la teoría también padece goteras.
Pero, en segundo lugar, y esto es lo determinante, está la precariedad en la elaboración teórica respecto del papel que juega el capitalismo en esta cuestión. Pongamos el ejemplo del Riachuelo: en una lógica de mediano plazo, el poder económico se beneficiaría con su limpieza. Sin embargo, hay una inercia del capital –no necesariamente una rapiña– que lo impide. De modo simplista podría decirse algo similar respecto de la pobreza: ¿por qué no se resuelve la pobreza en el mundo? Porque el capitalismo es así. Y ésta es una explicación válida pero pobre, pues no abre campo de intervención posible.El otro extremo tampoco nos da la solución. Si alguien creyera que la abolición del capitalismo resolvería los problemas, cometería el mayor de los simplismos filosóficos: imaginar que suprimida la causa automáticamente desaparece el efecto.
¿Habrá que, al menos por el momento, buscar la solución a los problemas ambientales dentro del capitalismo?
Hay más dilemas confluyentes, como la dificultad para hallar un discurso que no se limite a la invocación ineficaz de “no contaminar”.
Pero, sólo para terminar, citemos el bastardeado dilema entre lo urgente y lo importante. ¿Cómo ocuparse de un animal que se extingue si hay chicos que se mueren de hambre?, preguntan quienes miden el desarrollo de una sociedad en forma de secuencia o hilera de temas a resolver y no de complejidad estructural. En verdad, allí no hay dilema. Hay una muestra acabada más de que –aunque hay muchos que se preocupan, se desgañitan, se desgarran y se inmolan– el medio ambiente no le importa a nadie: es la historia de la postergación eterna.

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