Cristina frente al “cambio climático”
Cristina frente al “cambio climático”
Fecha de Publicación: 18/01/2008
Fuente: Revista Noticias - James Neilson
A comienzos de su gestión, Néstor Kirchner seguía con atención maniática las fluctuaciones de la opinión pública y no tenía por qué inquietarse por la meteorología. Era lógico: el poder que se había propuesto construir dependería casi por completo de su popularidad personal y, gracias a lo hecho en aquellos terribles años 90, el país contaba con energía suficiente como para satisfacer sus necesidades inmediatas. Desde entonces, mucho ha cambiado. Aunque es de suponer que Cristina Fernández de Kirchner también se interesa por las vicisitudes de su imagen, los números que más le preocupan tienen que ver con el tiempo. Sabe muy bien que cada vez que la temperatura se acerca a los 40 grados, algo que sucede con cierta frecuencia en verano, la demanda de energía podría superar la capacidad del sistema para suministrarla, lo que plantearía el riesgo de un colapso generalizado de consecuencias imprevisibles, pero a buen seguro negativas para ella.
Desgraciadamente para Cristina, cuando se producen cortes de luz prolongados, los más proclives a dar rienda suelta a su indignación –celebrando ruidosos cacerolazos en las calles y en las plazas– son precisamente los integrantes de la clase media urbana que la repudiaron en las elecciones presidenciales de octubre pasado. Puesto que ya no la quieren, no vacilan en culparla por cualquier percance que les ocasione inconvenientes. Por lo demás, si bien la actitud de Cristina frente a la crisis energética resulta claramente más realista que la de Néstor, nadie ignora que heredó el poder construido sin beneficio de inventario y que por lo tanto ha de asumir la responsabilidad por los errores estratégicos que se cometieron a partir de mayo del 2003. De estos, uno de los más graves fue intentar congraciarse con la clase media y darle electricidad y gas a precios que aún motivan la envidia incrédula de chilenos y brasileños, que tienen que pagar muchísimo más. Puede argüirse que dadas las circunstancias sociopolíticas imperantes hace cuatro años y medio, el presidente Kirchner no tuvo más opción que la de sacrificar el futuro en aras del presente, rehusándose a permitir que las empresas aumentaran sus tarifas, pero pocos le agradecerán por su benevolencia si como resultado el país tiene que acostumbrarse a apagones, sean estos programados o no.
Según Cristina, los problemas energéticos son fruto del éxito: de no haber crecido tanto la economía, sobraría electricidad, gas y gasoil. Asimismo, a los voceros gubernamentales les es dado señalar que el asombroso boom de los acondicionadores de aire que devoran energía con voracidad llamativa refleja una mejora sustancial del nivel de vida de millones de personas que antes no podían soñar con comprarse uno. Tienen razón quienes tratan así de subrayar lo positivo, pero no pueden negar que el embrollo que se ha producido se debe a una falta de previsión realmente extraordinaria por parte de un gobierno de inclinaciones intervencionistas que, por desconfiar del mercado tan apreciado por los denostados “neoliberales”, es por principio favorable a la planificación estatal.
Pues bien: mal que les pese a Cristina y a Néstor, el mercado tendrá que encargarse de asegurar lo que según la Presidenta sería “el uso racional de recursos”. Mientras encender el acondicionador de aire siga siendo relativamente barato, los muchos que hoy en día poseen uno lo usarán porque –desde su punto de vista– resulta racional hacerlo. Por cierto, escasearán los dispuestos a prestar oídos a las exhortaciones patrióticas oficiales según las cuales es deber de todos anteponer el interés del conjunto a su propio confort. En cuanto a la idea apadrinada –cuándo no, por el secretario de Comercio, Guillermo Moreno– de que la gente aprenderá a ser más cuidadosa si los porteros de los edificios aceptaran delatar a los residentes que a su juicio gastan demasiada energía para combatir el calor, sólo ha servido para asustar aún más a los propensos a ver en el kirchnerismo una dictadura en ciernes.
Como la buena progre que es, Cristina atribuye lo que ocurre en Buenos Aires a los “rigurosos cambios climáticos que afectan al planeta”, como si se tratara de un fenómeno nuevo, de origen foráneo, cuando la verdad es que bien antes de que dicho tema se pusiera de moda en el mundo, la ciudad tuvo que soportar jornadas que resultaron ser aún más bochornosas que las experimentadas últimamente. De todas formas, aunque es normal –tanto aquí como en muchos otros países– que el gobierno de turno se afirme autor exclusivo de cuanto puede considerarse bueno, como el crecimiento macroeconómico “chino”, y acuse a otros –la oposición interna, los “neoliberales”, los Estados Unidos, el planeta– de ser responsables de lo que podría ocasionarle problemas, no le convendría exagerar. Si bien el esquema maniqueo así supuesto ayudó a Néstor Kirchner a consolidarse en un momento en que buena parte de la población del país quería creerse víctima de la maldad ajena, es poco probable que funcione para Cristina. El gobierno que encabeza no es nuevo. Tampoco lo es el “modelo” económico que le ha tocado manejar y que empieza a crujir bajo el peso de sus propias contradicciones.
Así las cosas, el cambio climático que debería inquietar todavía más a los Kirchner que el vinculado con el calentamiento global, es el político. De continuar intensificándose la impresión ya difundida de que la pareja presidencial ha perdido la iniciativa y que, como suele ocurrir al agotarse el stock de ideas de un gobierno, se limita a reaccionar frente a novedades desagradables con excusas destinadas a convencer a la ciudadanía de su inocencia, el dúo no tardará en verse en graves apuros. En todas las democracias modernas, a menos que un gobierno sepa rejuvenecerse periódicamente, pronto llega la hora en que, incluso sus partidarios, se aburren y comienzan a encontrar méritos en el discurso opositor.
Bien que mal, la gestión de Cristina se inició justo cuando la Argentina estaba preparándose para enfrentar una nueva etapa. Fue en parte por eso que se le ocurrió a Néstor Kirchner que sería mejor dejar que su esposa ocupara por un rato el puesto de mando, pero duró muy poco la ilusión de que un toque femenino bastaría como para conformar a los impacientes. Por ser tan íntima su relación con el ex presidente, a Cristina le está resultando sumamente difícil adoptar medidas que harían pensar que se animaba a romper con lo que hizo. Si Néstor aún fuera presidente, podría innovar con cierta facilidad, justificando los cambios aludiendo a la necesidad de adaptarse a circunstancias nuevas, pero parecería que Cristina se siente cohibida por el temor a brindar a sus adversarios pretextos para hablar de un cisma matrimonial.
Gobernar a la defensiva es siempre una tarea ingrata. Al dar a entender que su prioridad consiste en aferrarse a lo ya conseguido, quienes lo hacen suelen terminar actuando como reos sentados en el banquillo frente a jueces implacables que se resisten a tomar en serio sus alegatos. En efecto, desde que Cristina asumió la presidencia de la Nación ha pasado buena parte de su tiempo intentando responder a la acusación de que Hugo Chávez envió aportes a su campaña electoral formulada por un fiscal norteamericano, por venezolanos de antecedentes dudosos y, huelga decirlo, por sus muchos adversarios internos, además de sentirse obligada a reivindicar la aventura selvática de su marido. También ha sido criticada con dureza por tomar vacaciones inoportunas, por no querer arriesgarse viajando a Davos, donde tal vez hubiera tenido que contestar preguntas hostiles por su negativa a reconocer que el gobierno anterior cometió un error garrafal al ensañarse con el Indec, por su pasividad frente al caos que ya es habitual en los aeropuertos internacionales del país y por muchas cosas más. Para salir de la situación incómoda y nada elegante en la que se encuentra, Cristina tendría que tomar la iniciativa, pero no podría hacerlo sin que las malas lenguas la acusaran de alejarse de Néstor.
El contraste con el arranque de la gestión del ahora ex mandatario es patente. En aquel entonces, el flamante presidente Kirchner se puso a construir poder atacando con furia insólita a todos aquellos que según él simbolizaban un pasado miserable, lo que le permitió erigirse en líder indiscutible de los muchos que se sentían traicionados por la clase política, por el empresariado y por el resto del mundo encabezado por los Estados Unidos. En otras palabras, una vez instalado en la Casa Rosada, Néstor se comportó no tanto como un presidente sino como un jefe opositor agresivo resuelto a castigar a los presuntos responsables de todas las desgracias nacionales. Aunque a Cristina le gustaría desempeñar un papel vengador similar y seguirá aprovechando las oportunidades que se presentan para embestir contra los malos de su película particular, no puede emular a su marido. Puesto que el pasado reciente ya no es “neoliberal”, sino netamente kirchnerista, no le cabe más opción que la de defender el statu quo, cediendo a otros el privilegio valioso de criticar las muchas deficiencias que lo caracterizan.
Fecha de Publicación: 18/01/2008
Fuente: Revista Noticias - James Neilson
A comienzos de su gestión, Néstor Kirchner seguía con atención maniática las fluctuaciones de la opinión pública y no tenía por qué inquietarse por la meteorología. Era lógico: el poder que se había propuesto construir dependería casi por completo de su popularidad personal y, gracias a lo hecho en aquellos terribles años 90, el país contaba con energía suficiente como para satisfacer sus necesidades inmediatas. Desde entonces, mucho ha cambiado. Aunque es de suponer que Cristina Fernández de Kirchner también se interesa por las vicisitudes de su imagen, los números que más le preocupan tienen que ver con el tiempo. Sabe muy bien que cada vez que la temperatura se acerca a los 40 grados, algo que sucede con cierta frecuencia en verano, la demanda de energía podría superar la capacidad del sistema para suministrarla, lo que plantearía el riesgo de un colapso generalizado de consecuencias imprevisibles, pero a buen seguro negativas para ella.
Desgraciadamente para Cristina, cuando se producen cortes de luz prolongados, los más proclives a dar rienda suelta a su indignación –celebrando ruidosos cacerolazos en las calles y en las plazas– son precisamente los integrantes de la clase media urbana que la repudiaron en las elecciones presidenciales de octubre pasado. Puesto que ya no la quieren, no vacilan en culparla por cualquier percance que les ocasione inconvenientes. Por lo demás, si bien la actitud de Cristina frente a la crisis energética resulta claramente más realista que la de Néstor, nadie ignora que heredó el poder construido sin beneficio de inventario y que por lo tanto ha de asumir la responsabilidad por los errores estratégicos que se cometieron a partir de mayo del 2003. De estos, uno de los más graves fue intentar congraciarse con la clase media y darle electricidad y gas a precios que aún motivan la envidia incrédula de chilenos y brasileños, que tienen que pagar muchísimo más. Puede argüirse que dadas las circunstancias sociopolíticas imperantes hace cuatro años y medio, el presidente Kirchner no tuvo más opción que la de sacrificar el futuro en aras del presente, rehusándose a permitir que las empresas aumentaran sus tarifas, pero pocos le agradecerán por su benevolencia si como resultado el país tiene que acostumbrarse a apagones, sean estos programados o no.
Según Cristina, los problemas energéticos son fruto del éxito: de no haber crecido tanto la economía, sobraría electricidad, gas y gasoil. Asimismo, a los voceros gubernamentales les es dado señalar que el asombroso boom de los acondicionadores de aire que devoran energía con voracidad llamativa refleja una mejora sustancial del nivel de vida de millones de personas que antes no podían soñar con comprarse uno. Tienen razón quienes tratan así de subrayar lo positivo, pero no pueden negar que el embrollo que se ha producido se debe a una falta de previsión realmente extraordinaria por parte de un gobierno de inclinaciones intervencionistas que, por desconfiar del mercado tan apreciado por los denostados “neoliberales”, es por principio favorable a la planificación estatal.
Pues bien: mal que les pese a Cristina y a Néstor, el mercado tendrá que encargarse de asegurar lo que según la Presidenta sería “el uso racional de recursos”. Mientras encender el acondicionador de aire siga siendo relativamente barato, los muchos que hoy en día poseen uno lo usarán porque –desde su punto de vista– resulta racional hacerlo. Por cierto, escasearán los dispuestos a prestar oídos a las exhortaciones patrióticas oficiales según las cuales es deber de todos anteponer el interés del conjunto a su propio confort. En cuanto a la idea apadrinada –cuándo no, por el secretario de Comercio, Guillermo Moreno– de que la gente aprenderá a ser más cuidadosa si los porteros de los edificios aceptaran delatar a los residentes que a su juicio gastan demasiada energía para combatir el calor, sólo ha servido para asustar aún más a los propensos a ver en el kirchnerismo una dictadura en ciernes.
Como la buena progre que es, Cristina atribuye lo que ocurre en Buenos Aires a los “rigurosos cambios climáticos que afectan al planeta”, como si se tratara de un fenómeno nuevo, de origen foráneo, cuando la verdad es que bien antes de que dicho tema se pusiera de moda en el mundo, la ciudad tuvo que soportar jornadas que resultaron ser aún más bochornosas que las experimentadas últimamente. De todas formas, aunque es normal –tanto aquí como en muchos otros países– que el gobierno de turno se afirme autor exclusivo de cuanto puede considerarse bueno, como el crecimiento macroeconómico “chino”, y acuse a otros –la oposición interna, los “neoliberales”, los Estados Unidos, el planeta– de ser responsables de lo que podría ocasionarle problemas, no le convendría exagerar. Si bien el esquema maniqueo así supuesto ayudó a Néstor Kirchner a consolidarse en un momento en que buena parte de la población del país quería creerse víctima de la maldad ajena, es poco probable que funcione para Cristina. El gobierno que encabeza no es nuevo. Tampoco lo es el “modelo” económico que le ha tocado manejar y que empieza a crujir bajo el peso de sus propias contradicciones.
Así las cosas, el cambio climático que debería inquietar todavía más a los Kirchner que el vinculado con el calentamiento global, es el político. De continuar intensificándose la impresión ya difundida de que la pareja presidencial ha perdido la iniciativa y que, como suele ocurrir al agotarse el stock de ideas de un gobierno, se limita a reaccionar frente a novedades desagradables con excusas destinadas a convencer a la ciudadanía de su inocencia, el dúo no tardará en verse en graves apuros. En todas las democracias modernas, a menos que un gobierno sepa rejuvenecerse periódicamente, pronto llega la hora en que, incluso sus partidarios, se aburren y comienzan a encontrar méritos en el discurso opositor.
Bien que mal, la gestión de Cristina se inició justo cuando la Argentina estaba preparándose para enfrentar una nueva etapa. Fue en parte por eso que se le ocurrió a Néstor Kirchner que sería mejor dejar que su esposa ocupara por un rato el puesto de mando, pero duró muy poco la ilusión de que un toque femenino bastaría como para conformar a los impacientes. Por ser tan íntima su relación con el ex presidente, a Cristina le está resultando sumamente difícil adoptar medidas que harían pensar que se animaba a romper con lo que hizo. Si Néstor aún fuera presidente, podría innovar con cierta facilidad, justificando los cambios aludiendo a la necesidad de adaptarse a circunstancias nuevas, pero parecería que Cristina se siente cohibida por el temor a brindar a sus adversarios pretextos para hablar de un cisma matrimonial.
Gobernar a la defensiva es siempre una tarea ingrata. Al dar a entender que su prioridad consiste en aferrarse a lo ya conseguido, quienes lo hacen suelen terminar actuando como reos sentados en el banquillo frente a jueces implacables que se resisten a tomar en serio sus alegatos. En efecto, desde que Cristina asumió la presidencia de la Nación ha pasado buena parte de su tiempo intentando responder a la acusación de que Hugo Chávez envió aportes a su campaña electoral formulada por un fiscal norteamericano, por venezolanos de antecedentes dudosos y, huelga decirlo, por sus muchos adversarios internos, además de sentirse obligada a reivindicar la aventura selvática de su marido. También ha sido criticada con dureza por tomar vacaciones inoportunas, por no querer arriesgarse viajando a Davos, donde tal vez hubiera tenido que contestar preguntas hostiles por su negativa a reconocer que el gobierno anterior cometió un error garrafal al ensañarse con el Indec, por su pasividad frente al caos que ya es habitual en los aeropuertos internacionales del país y por muchas cosas más. Para salir de la situación incómoda y nada elegante en la que se encuentra, Cristina tendría que tomar la iniciativa, pero no podría hacerlo sin que las malas lenguas la acusaran de alejarse de Néstor.
El contraste con el arranque de la gestión del ahora ex mandatario es patente. En aquel entonces, el flamante presidente Kirchner se puso a construir poder atacando con furia insólita a todos aquellos que según él simbolizaban un pasado miserable, lo que le permitió erigirse en líder indiscutible de los muchos que se sentían traicionados por la clase política, por el empresariado y por el resto del mundo encabezado por los Estados Unidos. En otras palabras, una vez instalado en la Casa Rosada, Néstor se comportó no tanto como un presidente sino como un jefe opositor agresivo resuelto a castigar a los presuntos responsables de todas las desgracias nacionales. Aunque a Cristina le gustaría desempeñar un papel vengador similar y seguirá aprovechando las oportunidades que se presentan para embestir contra los malos de su película particular, no puede emular a su marido. Puesto que el pasado reciente ya no es “neoliberal”, sino netamente kirchnerista, no le cabe más opción que la de defender el statu quo, cediendo a otros el privilegio valioso de criticar las muchas deficiencias que lo caracterizan.
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