Adiós al algarrobal cordobes



Adiós algarrobo, algarrobal

Fecha de Publicación
: 05/02/2014
Fuente: Diario El Alfil
Provincia/Región: Córdoba


Los índices de temperatura del verano acusan, entre otros factores, el daño ecológico causado por los desmontes (un proceso antiguo agravado por el ferrocarril). Dedicamos la página a un córdober en desaparición, del reino vegetal, una especie nativa que atraviesa toda la historia de Córdoba.
El valle de Quisquisacate era amplio, luminoso y lo recorrían las aguas del río Suquía. Su situación al pie de las Sierras Chicas ponía a mano recursos naturales básicos para los cazadores recolectores que lo ocupaban. Bosques de algarrobos, chañares y talas comunicaban con el ecosistema de una “Provincia Biogeográfica” inmemorial, la del Espinal, cuya existencia se cuenta en milenios y no –como la historia desde la conquista hasta hoy- apenas en siglos. A los pueblos de las sierras, esos bosques ofrecían sus maderas, leña, frutos, animales silvestres, medicinas, y pastos para el ganado.
La extensión del llamado “Distrito del Algarrobo”, donde abundaban las variedades de algarrobo negro y algarrobo blanco, ya casi no existe, retraída por un mismo proceso determinado por la invasión de las fronteras de cultivo y pastoreo, el ferrocarril, y la expansión urbana. La invalorable franja de algarrobales conectaba con el distrito del ñandubay, otro noble pariente del algarrobo, en el noreste y con la del valioso caldén al sudoeste, todos miembros de la familia Prosopis, prácticamente exterminados. Son ecosistemas desaparecidos. Universos de vida interconectada, desde árboles gigantes hasta microscópicas bacterias que reproducen el tejido del ciclo de la vida.
Conocido universalmente como “el Árbol”, el algarrobo dio a los primitivos habitantes de esta provincia alimento, sombra y protección. Chupar las dulces y gomosas semillas de algarroba fue el caramelo de los niños originarios y también alimento del pueblo en los largos caminos entre los valles. Hablamos de unos 10.000 años atrás. Molían la algarroba en morteros que aún se pueden encontrar socavados en las piedras de la región y hacían el dulce y polvoriento patay. Y para los días y las horas de celebrar el espejismo de la vida, fabricaban la aloja exultante. En sus caminatas diarias, contemplar los tupidos algarrobales habrá sido motivo de tranquilidad para los viejos ancestros, referenciados a su paisaje como nosotros al nuestro urbano. Tranquilidad, siempre y cuando no fuesen la emboscada de algún temible puma; aunque hasta el felino era parte natural de su paisaje, y existía un mutuo respeto entre ambos.
También en otras regiones argentinas, el algarrobo fue puntal de la supervivencia aborigen y elemento clave en su cultura. El jesuita Martín Dobrizhoffer, afirmaba que entre los abipones del Chaco, inmersos en coposos bosques de algarrobales, el año se contaba con cada florecimiento del Árbol, y para saber la edad de alguien le preguntaban: “¿cuántas veces en tu vida ha florecido el algarrobo?”
Durante 10.000 años las personas y los árboles de estos bosques nativos se respetaron mutuamente, hasta que el arribo de los conquistadores, el desarrollo de los colonizadores y la civilización a que dieron inicio, desencadenó en un insignificante número de años del planeta, la masacre de humanos y paisajes. Un documento emitido por el gobernador Hernando de Lerma en 1583, mandando al capitán Tristán de Tejeda poner freno a los ataques de los indios en territorio cordobés, habla de “pacificar las provincias de los algarrobales y sierras”, una mención que designa el entorno dominante vegetal, al tiempo que determina la acción de exterminio de los comprensiblemente belicosos naturales.
Como ha señalado lúcidamente Walter Benjamin, cada signo de civilización conlleva en su contracara un signo de barbarie. El curso del desarrollo económico y social que siguió al período colonial, trajo procesos de fuerte agresión, depredación y explotación de los árboles nativos, luego de hacer lo mismo con las personas que convivían con ellos. El ciclo de la economía agrícola-ganadera dependiente arrasó el Distrito del Algarrobo para abrir campos de cultivo y tierras de pastoreo y paralelamente el tendido del ferrocarril. El tren consumió a su paso todos los bosques para leña, durmientes y postes que tachonaban el trayecto de la civilización, desde el último cuarto del siglo XIX hasta avanzada la primera mitad del XX.
Y para terminar un relato que de ninguna manera ha concluido, digamos que nuestra época está viendo la ilógica continuidad de esos hechos, aun cuando alguna conciencia ecológica nos ha nutrido desde entonces. Los procesos de desmonte han acabado con más del 80 % de los bosques nativos argentinos. Es chocante saber que dentro del mapa de la emergencia forestal argentina, Córdoba tiene actualmente el triste privilegio de ser la provincia con más alta tasa de destrucción de bosques nativos del país. La provincia corazón de la Argentina agro-exportadora, y desde hace quince años bastión de la patria sojera, ha proseguido sin pausa el irreparable daño a las reverenciales arboledas, heredadas de milenios.
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